Uno de los aspectos que más disfruto de mi trabajo es que cada planeación (léase aventura) es diferente. Ningún proceso se parece al último. Hay estructuras que se mantienen igual—las citas en la oficina, las pruebas de pasteles deliciosos, algún cambio a último minuto—pero cada novia cuenta una historia nueva, con detalles nuevos que no dejan de asombrarme. Es un trabajo desafiante, pero infinitamente más gratificante, y al final, termino con una memoria mágica, especial, un evento que quisiera llevar conmigo para siempre.
Así fue la boda de Dani y Walter, un evento lleno de amor, lleno de familia. La mamá, quien la acompañó en todo el proceso; su abuelo, quien caminó junto a ella, de la mano, hacia el altar; las palabras del discurso compartida entre diferentes miembros de la familia, y ni hemos mencionado a la pareja. Ella se miraba como una princesa. Cuando hizo su entrada en la iglesia, la iluminamos con una luz blanca, y parecía como si levitaba en el brillo de su vestido.
Y él la esperaba al final del pasillo de la Iglesia San Francisco, cada nota de música resonando con ese sentido de amor que llenó la ceremonia y la fiesta por venir.
¿Cómo empiezo a describir la boda de esta pareja tan enamorada? Fijamos el espacio—un hotel reconocido en mi ciudad, donde antes habíamos diseñado y decorado eventos—fijamos la fecha y comenzamos a soñar los detalles.
Una entrada distinta, barras de camarones cocteleros…¿y si los arreglos se visten de blanco? ¿Qué más?
Me encantó trabajar con Dani porque era una novia segura de si misma, segura de lo que le fascinaba y lo que soñaba ver en su boda, pero que también me permitía dejar la imaginación volar. El primer detalle diferente fue la entrada: tapizamos la pared de la entrada del salón en verde, decorando el espacio con diferentes arboles divinos—tal vez los invitados se desconcertaron por un instante: ¿era aquel salón el que tan bien conocían, o era otro lugar, uno imaginado, como solo existía en novelas de romance?
Y luego entrar a aquel salón convertido en un espacio íntimo, elegante, pero más que todo, romántico.
Una vez que los invitados pasaban por la entrada vestida de verde, se encontraban rodeados de un mar de veladoras y rosas blancas. Las rosas blancas eran las favoritas de Dani, pero nos preocupaba que la rosa blanca era el símbolo de la boda, la flor típica que usamos para vestir los espacios. Debíamos encontrar un diseño nuevo e innovador.
La inspiración llegó pronto. Como la novia es amante de los dulces, decidimos en una mesa de postres (si, yo sé que las han visto antes, pero esperen a ver esta) como centro de pieza. Y así fue como creamos esta instalación, con la mesa de postres en su centro, y una lámpara de rosas blancas colgantes, cada una tan delicada y perfecta como la novia.
Para cada postre nos esmeramos en asegurar el mejor proveedor, las manos más dedicadas y apasionadas que prometieran un producto hecho con amor: las donas de la pastelería local (todos tenemos memorias empapadas en nostalgia y azúcar), brigadeiros y galletitas de chocolate, y el pastel blanco presidiendo en su reino de dulzuras.
Pero la verdad es que el centro dulce fue la pareja feliz, disfrutando cada instante de aquella noche, donde amigos y familia se reunían para celebrar aquel matrimonio, y si digo que bailaron hasta las primeras horas de la mañana, no sería exageración. Les deseo una vida llena de momentos dulces y bailes eternos, de felicidades diarias y memorias como esta.